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No es fácil describir este espacio y la pista a veces suena así: “Son unas naves intervenidas cerca de Atocha pero también un museo contemporáneo y además es una librería, se puede tomar algo también… No sé, tienes que ir”. Por suerte, Francisco Brives, co-director de La Neomudéjar junto a Néstor Prieto desde sus inicios, en 2012, sí sabe de lo que habla: “Este proyecto por un lado tiene una parte de exposición de arte de vanguardia, pero por otro lado también trabajamos el rescate de la memoria, tanto material como inmaterial”.
Tampoco es un lugar fácil de encontrar por casualidad. A pesar de su buena ubicación, se trata de un edificio totalmente escondido. En una bocacalle de Ciudad de Barcelona, en la acera de la derecha según bajas de la Estación de Atocha, su puerta de metal y sus escalones de entrada pueden pasar desapercibidos. Pero quien entra se encuentra un callejón convertido en terraza de bar: hay silencio, mesas y sillas entre árboles y murales, y un cartel explicativo cumple su función.
“El Marqués de Salamanca expropió esta antigua huerta para edificar la estación del Mediodía y los talleres de MZA -Compañía de Ferrocarriles Madrid Zaragoza-Alicante-. El nombre de La Campanilla aparece vinculado a una puerta que había en el camino de Vallecas y una ermita ubicada en el descampado actual de la calle Téllez. En 1907 se construyó el Muro de la Campanilla que ahora rescatamos para nombrar este pequeño jardín”, puede leer el visitante. Ya sabiendo dónde está, accede a la cafetería, que también es librería. “Librería El Economato” engloba alguna revista de videoarte o de inteligencia artificial pero también volúmenes de Bellaterra, Katakrak o Capitán Swing. “Este era un espacio muy masculinizado, por eso a nosotros también nos interesa mucho traer otras líneas de discurso más feministas”. Así explica Brives a lo largo de la visita algo que se percibe desde el catálogo editorial.
Grandes plantas en macetas de colores y mobiliario de otro tiempo llenan una nave de techos muy altos, tubos de spray de colores apilados decoran el alféizar de una ventana que da a otra nave contigua y una señal de tráfico ferroviario está recuperada como mesa; se tarda un rato en percibir cada detalle. Francisco Brives sigue la historia que se ha comenzado en el exterior: “El proyecto nace en el 2012 desde una asociación que alquila estas antiguas naves ferroviarias de 1885 al Ministerio de Fomento, a Adif”. Brives señala la cenefa de ladrillo propia el estilo neomudéjar y habla de su valor representativo en los espacios obreros de la ciudad: “Estas naves albergaban el Almacén de Pequeño Material y Telégrafos y lo que aquí se construía eran objetos de pequeño tamaño: básculas, portamaletas, relojes, cajoneras para los vagones… La Neomudéjar era como los propios operarios llamaban al edificio”, explica antes de empezar el recorrido.
“El nombre de las salas recoge también esta memoria”, cuenta al entrar en la Sala Carpintería. Si el visitante ya sabía que se encontraba en un sitio chulo, es ahora cuando se da cuenta de que está en un lugar verdaderamente especial. A lo largo de las diferentes salas en las que percibe con total claridad el pasado obrero de su actividad, exposiciones de arte de vanguardia van rotando cada tres meses: “Normalmente cambiamos todas las salas a la vez, tenemos casi 20 exposiciones anuales. Ésta, que es de las pocas colectivas que hacemos, nace del deseo de dialogar con los coleccionistas, y estará hasta finales de abril”, explica Brives.
Entre una serie de sacos de boxeo rojos -obra firmada por Antoine Rodríguez-, lo que parece un bolo amarillo y blanco con esa cara que suelen tener esculturas de Viktor Freso, y una serie de collages de Luis Barba, Brives habla de los pormenores de la nave mínimamente rehabilitada en la que todo convive. Además de los detalles de la estructura y materiales originales señala, por ejemplo, la caseta del jefe de sala, cuyo trabajo era solo controlar y coordinar el trabajo del resto de obreros: “Lo más fácil es picar, sanear y enlucir en blanco pero perdería toda la atmósfera y el encanto que tiene el espacio”, afirma. Más o menos en este punto es cuando el visitante se da cuenta de que está realmente ante dos museos en uno.
Tras pasar la Sala Carpintería, sobrecoge especialmente Continente, la dura pieza de Carlos Martiel que se proyecta en La Fragua junto a la de Carla Viparelli, una artista cuya obra conocieron en LA Art SHOW, en Los Ángeles, cuando acudieron como museo invitado. Y entre ambas creaciones, algunas de las herramientas que se utilizaban en la fábrica: “Decidimos hacer nosotros el vaciado del espacio para rescatar materiales y operar en la memoria”, explica Brives. Mientras, muestra el cepillo de las mulas que fue una huella determinante para datar, de una manera aproximada, el periodo de funcionamiento de la fábrica.
Gran parte de la memoria de La Neomudéjar se ha recuperado así, preguntando y observando. Del nacimiento del primer sindicato del ferrocarril en las naves que ahora recorremos sí hay registro en prensa, según explica Brives: “Los trabajadores del Almacén de Pequeño Material y Telégrafos arrancaron las primeras revueltas y quemas de talleres” a finales del siglo XIX, según se descubrió tras un trabajo de diálogo y puesta en común de los fondos entre La Neomudéjar y el Museo del Ferrocarril.
Incluso sin conocer el detalle, es muy estimulante curiosear por las salas. Habitualmente no hay mucha gente así que se puede pasear casi en soledad por espacios en los que se paró el tiempo pero no está muy claro cuándo. Se puede pasar de una sala amplia y luminosa en la que, por ejemplo, los cuadros descansan sobre televisiones antiguas, a una sala oscura donde se abre una ventana a un bosque tropical pero también hipnotiza el derrumbe de una fábrica. Después, de repente, se puede acabar en una sala otra vez luminosa pero esta vez estrecha y cubierta con pesadas cortinas pintadas de lo que parecen plantas a boli azul en papel milimetrado.
Se puede contar así o se puede explicar que Nassio Bayarri en Conflagraciones del Pasado 1990-1998 habla de los grandes conflictos olvidados de los 90 -muchos todavía actuales-, que Rodrigo Petrela viaja al territorio pero usa la inteligencia artificial para centrarse en los habitantes de la Amazonía, y que Matilde Marín reivindica el pasado fabril de las ciudades. Se puede explicar que aunque El Jardín de los Últimos Días es una obra más reducida que otras de Pietro Ruffo, sigue atravesada por temas habituales en el artista: vida y muerte, cambio climático.
Lo más bonito de La Neomudéjar es la misma cosa aún se puede contar desde otro enfoque: la Sala de Maquinaria de Vía es donde estaban los operarios listos para salir corriendo si surgía una emergencia, y entre esta sala ya la Sala de Hojalatería, igual de luminosa pero más pequeña, se encontraba la Sala de la Caldera, oscura y reducida. No nos hemos movido de tres estancias y parecen tres experiencias distintas; La Neomudéjar es un poco eso, atravesar capas, y es muy fácil sentirlo también en la Sala Generador.
El motor Atlas diésel de Estocolmo de finales del XIX es una presencia rotunda en la sala. Muy poca imaginación basta para casi ver a los obreros trabajando alrededor. “Si te das cuenta por ejemplo en estas paredes, ves cómo había otras puertas que no son las actuales. Nosotros trabajamos siempre con este tipo de juegos de memoria”, indica Brives. Cuenta que en la caseta de la Sala Generador se aloja desde hace unas semanas la sede de AVAM -Asociación de Artistas Visuales de Madrid- y que aunque a veces parezca que no, todo aquí tiene una explicación.
“Obviamente no pintaba nada aquí pero sí es de la misma época de la nave así que nos parecía interesante preservarlo, también porque esta es la sala que utilizamos para el arte sonoro, y muchos artistas vienen y trabajan con estos materiales”, cuenta acerca de un piano que se quedó en La Neomudéjar tras un rodaje. Otra capa en el museo: aquí se han grabado películas como Isi Disi (2004) o anuncios de Carolina Herrera: “El Nueva York que sale en la publicidad no existe, Nueva York es esto”, comenta Brives.
Subiendo unas escaleras mínimas, vemos cómo el viaje artístico de las fotografías de Zulema Maza cohabita con antiguas taquillas de los trabajadores de la fábrica. Pegatinas de chicas en bikini, o miniaturas de carteles de cine de hace casi un siglo vuelven a situar en el tiempo a los despistados. Desde allí Brives habla de la vinculación entre La Neomudéjar y el barrio de Pacífico: “Estuvimos trabajando con los grupos de colectivos que reclamaron el Daoiz y Velarde, por ejemplo”, y recuerda el trabajo que hicieron con sus vecinos más próximos: los frailes dominicos de la Basílica de Atocha. “El museo intervino el atrio de la basílica, el campanile y la azotea, y ellos nos trajeron un escultor dominico enamorado de la lucha leonesa”, cuenta como si tal cosa y añade: “El diálogo entre los obreros ferroviarios y los monjes dominicos se estableció mucho antes, lo único que había que hacer era acompañar esa memoria”.
La Neomudéjar fue el primer proyecto de Néstor Prieto y Francisco Brives como codirectores pero desde 2018 también gestionan y llevan la dirección de Kárstica -un espacio de creación artística en un pueblo de la Serranía de Cuenca, Cañada del Hoyo- y de Zapadores Ciudad del Arte (Antonio Cabezón, 70. Madrid): un antiguo cuartel militar que alberga la colección permanente de La Neomudéjar. Se encuentra en el barrio de Fuencarral y acceder a él cuesta lo mismo que el museo que nos ocupa: 6 euros por persona, salvo la mañana del miércoles de entrada gratuita.
‘MUSEO C.A.V. LA NEOMUDÉJAR’ - Antonio de Nebrija, s/n. Madrid.