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Río Verde se llama así con toda la razón. Es lo primero que sorprende tras, eso sí, un ajetreado traslado. Enclavado en el Parque Natural de las Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama, se trata de un entorno de arroyos y cañones kársticos, encajonado en un macizo. Dadas las circunstancias, por tanto, llegar al destino tiene su aquel. Desde Granada, por ejemplo, se tarda una hora en recorrer 60 kilómetros. Quince minutos de autovía A-44 y el resto, por la conocida como Carretera de la Cabra (A-4050), la que hace años permitía a los granadinos viajar desde la capital hasta su segunda residencia en Almuñécar.
Hoy, aunque con buen pavimento, no deja de ser una carretera con curvas y velocidad muy limitada. Si se contrata una de las muchas empresas de aventura que organizan jornadas de barranquismo, el traslado se puede hacer con ellos. Si el viaje se hace por libre, desde Granada, hay que llegar a la cancela marcada como Junta de los Ríos-Pijana, 6,5 kilómetros antes de llegar a la localidad de Otívar. Ahí está la caseta de la Cooperativa Agrícola de Cázulas, propietaria del terreno y el camino que da acceso a Río Verde. En consecuencia, cobran por el uso de su camino que, por cierto, es manifiestamente mejorable.
Tras recorrer los cinco kilómetros de carril se llega ya al parque natural y a los diversos puntos de aparcamiento. Dejados atrás los traslados, comienza la diversión. Por delante, una caminata y un rato largo de bajada por el río que queda para el recuerdo. Existen varias opciones, la de iniciación, que dura tres horas aproximadamente y que tiene lugar en el tramo inferior de Río Verde; y la integral, de hasta siete horas de duración para gente con experiencia en barranquismo y bajada de cañones. Nosotros hemos realizado la de iniciación, en un grupo de diez personas. La integral, aunque no presenta una gran dificultad técnica, sí requiere estar más preparado físicamente.
Lo primero, quizá, sea matizar la fuerza poderosa de las palabras barranquismo y cañones. Se hacen bajadas, rapels y se dan saltos pero ninguno es especialmente peligroso ni requiere ser un héroe profesional. Un poquito de valor a lo sumo, pero poca cosa. Cualquiera con un mínimo de buena forma física puede con ello y no hace falta tener un valor especial. Lo cierto es que se trata de una actividad que puede incluso ser familiar pero, para los mayores, aunque no se requiera ser un deportista forjado en mil competiciones, sí es necesario, al menos, tener la capacidad de caminar media hora cuesta arriba. Si se es capaz de eso, el resto está hecho. También, claro, hay que llevar calzado adecuado, no solo para la caminata sino porque en algunas zonas, caminaremos por el río pisando piedras resbaladizas. Finalmente, un poco de agua y algo de comida. El resto, divertirse.
Rubén Flores es el guía que nos conduce esta jornada de verano a nuestra primera experiencia de barranquismo. Rubén, un joven muy agradable y paciente, está curtido en aventuras de todo tipo y, además de su propia empresa, Humeya Aventura, colabora con otras que requieren su experiencia. La primera actividad es el reparto de trajes de neopreno, arneses y cascos, y la explicación de qué nos vamos a encontrar en nuestro recorrido. Para bajar el río hay que subir primero. Eso se hace por una senda de ascenso que, en verano, conviene tomar con tranquilidad. Rubén te coloca los neoprenos a la espalda a modo de mochila con todos los arreos en su interior y se inicia el camino.
La ruta que tenemos por delante suma en total aproximadamente 3,5 kilómetros, de los que algo más de dos son río abajo. Hemos caminado pocos metros cuando ya metemos las botas en el agua al cruzar el río por primera vez. Aún tiene poca profundidad. Metros después nos encontramos con la primera maravilla: una poza de un verde esmeralda que clama al cielo y que se divisa mientras se cruza una especie de puente colgante que, a pesar de no tener riesgo alguno, se tambalea y nos recuerda que estamos en nuestra pequeña aventura. Incluso la aventura más pequeña hay que tomarla en serio y meterse en el papel. Los últimos saltos los daremos en esta poza y será el último gran recuerdo que nos llevemos.
Seguimos la ruta. Justo a la salida de ese puente colgante arranca la subida. El día que lo visitamos, en pleno mes de julio y sesión de tarde, el calor apretaba de lo lindo. No conviene cebarse y entre 20 minutos o media hora, no hay duda, merece la pena tardar diez minutos más, sobre todo si ya hace tiempo que se cumplieron los 20 y los 30 años, como es el caso. Tras el ascenso, unos minutos de descenso nos lleva al grupo al cruce de los ríos o Caños Cruzados, como se llama el sitio. Ahora sí, entramos en el agua. Mientras llegamos todos, nos damos el primer refrescón tras la caminata. Ahora ya toca ponerse el neopreno.
El agua no está helada, pero en las zonas de sombra y en algunos momentos en los que hay que esperar a que pase todo el grupo, conviene estar bien abrigado. Para quien no se haya puesto nunca un neopreno: aprieta un poquito y reduce la movilidad ligeramente. Para ponérselo, explica Rubén, hay que mojarlo o no habrá manera de que entremos en él. Minutos después, el grupo de veraniegos en bañador que emprendió el camino es ya un equipo de barranquistas perfectamente uniformados con neopreno, arnés y casco, listos para hacer lo que ha venido a hacer.
Comienza la bajada dentro del agua. Da gusto caminar por el agua y nada supone un problema. Caminamos entre risas y charlas, nadamos varios tramos de agua y llegamos a la primera cueva. Lo que vemos desde arriba es, en realidad, un agujero por el que hay que dejarse caer. Dentro está lo que nuestro guía Rubén llama un "tobogán guiado", que nos lleva sin problemas a la poza que nos espera abajo. Mientras el grupo acaba de dejarse caer, quienes ya lo han hecho se relajan con unos minutos de baño en la poza que sigue a esta cueva.
El grupo camina con buen humor y llegamos a un salto que, esta vez sí, son palabras mayores. Siete metros de altura. De todas maneras, se puede optar por palabras menores y dar un salto bastante más reducido, de tres metros. El de siete metros es un salto evitable y, el que esto firma, hay que confesarlo, optó por el pequeño. El grupo casi al completo, prefirió el de siete. De nuevo, mientras unos y otros saltan, la poza cristalina nos sirve de relax.
La marcha continúa a buen ritmo, divertida, hasta que toca un rapel. Otros siete metros de rapel que Rubén prepara cuidadosamente. Cuerda azul para los que bajan, cuerda verde con la que él les controla. Explica qué hay que hacer. Básicamente, si no queremos hacer nada, él nos bajará con suavidad, pero todos en el grupo hacemos lo que podemos por parecer autónomos. Nos pasa las cuerdas por el arnés, nos agarramos a la azul y empezamos la bajada. Son siete metros de caída y, a mitad de ella, una pequeña cascada de agua comienza a caer sobre tu cabeza y, por un segundo, te desorienta por lo inesperado. Dos segundos después estamos ya en la masa de agua, perfectamente, volviendo a darnos un baño mientras cae el resto.
Encaramos la recta final con un par de saltos más y resulta que hemos pasado dos horas y media bajando el río. Rapels, tobogán, saltos y cascadas han pasado volando. Aún nos queda una poza más para seguir dando saltos si nos apetece. Pronto llegamos a la poza que encontramos en el puente colgante, justo a la entrada. Ahí, quien tenga fuerzas puede pasar un rato subiendo y bajando al agua. Al rato, Rubén llama a filas y emprendemos la marcha de vuelta a la furgoneta con la sensación de haber pasado una media jornada fantástica e inolvidable. Una formidable aventura, en realidad, sin riesgos.
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