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Hay un hotel en Calpe, en la falda del peñón de Ifach, el ‘Gran Sol y Mar’ (Benidorm, 3) se llama, que tiene las mejores vistas al Mediterráneo para desayunar que recuerdo. Es un hotel grande, pero amable, y el mar lo puedes tocar con las manos a poco que te esfuerces. Escribo este artículo desde aquí, precisamente, donde me he recluido unos días para avanzar en la escritura de un libro que llevo entre manos. Por la mañana, tras el desayuno luminoso, me instalo en la habitación, con la mesa encarada a mar abierto, y me pongo a escribir.
Y por las tardes recorro las playas de esta parte de la Costa Blanca, cada día en un pueblo distinto. Moraira, Altea, Jávea y el propio Calpe han sido los destinos. Propongo, pues, que me sigáis en mi paseo. Por la arena, de punta a punta. Los pueblos están a unos 20 minutos en coche por una carretera solitaria que bordea el mar. Y ya en los lugares, hay que bajar a la arena o a los amplísimos paseos marítimos, que son un gusto de sosiego.
En Calpe hemos comido en el restaurante ‘Abiss’ (Recomendado por Guía Repsol), que está a los pies del hotel. Contamos aquí su historia y su miga. Y, tras la comida, nos vamos al paseo, a caminar largamente por la playa hasta el peñón de Ifach, hasta su falda. Lo mejor es el sol de la tarde, la tranquilidad, la suavidad del clima, el agua quieta. Mañana más; mañana a Moraira.
Cambio la rutina. Escribiré por la tarde, al abrigo de la gigantesca sala del hotel, apta para el trabajo y desde la que también se ve el mar. Así que, tras el desayuno, conduzco hasta Moraira y paro en la playa de El Portet, una cala de 300 metros cuadrados de arena. Esta pequeña bahía con forma de concha es uno de los rincones más valorados -con bandera azul- de la Comunidad Valenciana. El mar allí tiene poca profundidad, con apenas olas, y la playa la bordea un pequeño paseo marítimo con esas vistas azules, tan visitadas, de nuevo, al Peñón de Ifach.
En esa playa está el restaurante ‘Le Dauphin’ (Recomendado por Guía Repsol), donde hay que probar la lasaña de salmonete de Moraira sin falta. Sigo por la ruta de los miradores, que arranca justo en el paseo marítimo y se alarga por toda la costa hasta la playa de La Fustera. Y está el mirador del Portixol, donde las parejas de enamorados han colocado los típicos candados, como en París, y el de l'Andragó, y abajo la cala del mismo nombre, más profunda que las del resto de la zona. Se puede bucear en invierno, bien equipado, e incluso hacer submarinismo en un agua de cristal. Rodeada de verde y de azul, es un lugar especial del municipio.
En verano hay un famoso chiringuito, ‘Algas’ se llama, que cierra solo durante el invierno. Es uno de mis lugares favoritos para sestear, para picar algo, para mirar al horizonte marino, para escuchar un concierto por la noche, para tomar un cóctel… Y, para comer, sin duda el restaurante ‘El Chamizo’ (Solete Guía Repsol), al borde de la cala Platgetes. El menú que recomiendo: carpaccio de gambas con aroma de naranja, las patas de pulpo con puré de patatas y la paella valenciana, o cualquier otro tipo de arroz. Todo eso mirando a un mar azul eléctrico, que brilla y que parece que vayas a alcanzar con la mano desde sus paredes acristaladas. Empezó siendo un chiringuito y se ha convertido en uno de los mejores sitios para comer de la localidad.
Por la tarde me he acercado paseando hasta la playa de l’Ampolla, accesible y junto a un puerto deportivo, para ver el atardecer. El agua está transparente como nunca y desde la playa se atisban las calas: la del Cap Blanc, que es mi favorita, la de Potitxol y la del Llebeig. Estoy tentada de subir al castillo de Moraira, pero decido que va a ser tarde-noche de mar, así que me dispongo a seguir la ruta mediterránea.
Pueblitos que aún conservan solera, están pegados a Moraira y tienen calas y playas que no hay que perderse. En Benissa, Baladrar, una cala de grava rodeada de pinos que casi entran en el mar, y La Llobella, bordeada por roca e ideal para bucear en su fondo. Y en Benitatxell, un poco más allá, la playa Moraira, de cantos rodados y acantilados, la más famosa, la más reputada de la zona, que en esta época del año es absolutamente perfecta. También en Benitatxell está la cueva de Els Arcs: no te puedes marchar sin adentrarte allí, sobre todo si eres aficionado a la espeleología. No es mi caso, pero cuando la visité me encantó.
Regreso a Moraira, donde me esperan para cenar unos amigos que viven en Jávea. Ellos me recomendaron en su día el mesón ‘El Refugio’, que ya contamos en su día en una ruta por la localidad.
Está, desde hace 45 años, en el centro del pueblo. Mucha calidad, muy buen producto, llegado directamente del puerto de Denia. Repito casi el menú de la última vez, la ensalada de la casa con salazones y el pescado frito, que me encantó. Mis amigos rematan de nuevo con la bebida típica, el cremaet, que en ‘El Refugio’ continúan haciéndolo como se hace en la comarca, quemando el ron con limón en una jarrita y sirviéndolo en el café de después. Es uno de los poquísimos bares donde se mantiene esa tradición.
De vuelta a Calpe, al hotel, la noche es templada y el rumor de las olas se cuela en la habitación. Mañana tenemos reserva en el restaurante ‘Beat’ (2 Soles Guía Repsol), del que dio buena cuenta aquí mi compañero de esta guía, Eduardo Sánchez. No puedo añadir nada más.
Me quedo sin tiempo para más escapadas, pero dejo aquí algunas ya exploradas en mil ocasiones. Jávea, donde mis amigos me guiaron en la ruta atípica que contamos, dando cuenta de los sitios imperdibles para comer, pasear y bañarse, y de las dos Jáveas bien diferenciadas: la de los visitantes, extranjeros, turistas ocasionales, y la de los habitantes de este pueblo pesquero o veraneantes de toda la vida, que ya venían de niños y que saben bien los lugares insólitos.
En esta localidad de la Marina Alta está el Cabo de la Nao, que para los que somos de esta parte del Mediterráneo es nuestro particular Finisterre: está en el extremo sur del golfo de Valencia. Se llega hasta allí por una carretera sinuosa y las vistas desde el mirador merecen mucho la pena. Uno se siente pequeño allí, con el mundo ancho y ajeno a tus pies.
Benidorm, donde si te das un paseo por la larga línea de la playa de Poniente te crees la ilusión de no estar en la ciudad. Es más tranquila y está visitada por veraneantes de toda la vida y por lugareños. Más adelante se ubica la playa del Mal Pas, la que corresponde al centro histórico, que suelen frecuentar los que viven allí. También lo contamos aquí, guiados por esos habitantes del lugar de toda la vida, cuando esta localidad era un pueblito idílico sin apenas rascacielos.
Altea es el último pueblo que no debería perderse nadie que quisiera tener el mapa completo de esta parte de la costa mediterránea. Tengo que regresar a mi casa en Valencia y esta vez no puedo detenerme en este pueblo blanco, cuyo casco antiguo es uno de los mejores preservados de toda la Marina, así que os dejo con el reportaje que publicamos para que os hagáis una idea de la magia del lugar.