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Es una revolución que comenzó en 2006 en Estados Unidos, cuando algunos fabricantes de calidad decidieron salir de la crisis del 2007-2018 convirtiéndose en chocolateros artesanales, y que ahora mismo es una clara tendencia en Europa.
Estos artesanos hacen ellos mismos su pasta de cacao, su molido, su conchado –que procura un sabor extraordinario al producto– y temperado, en pequeños talleres construidos a su medida y equipados con todo lo necesario para volver a la esencia, pero con tecnología moderna.
Esta actitud ha ido produciendo poco a poco múltiples cambios. Empezando por buscar pequeños productores en las selvas de Perú, Ecuador, Honduras o Guatemala. Pero el gran cambio ha sido despertar el interés por dar con los mejores frutos, atendiendo más a la calidad que a la cantidad, lo contrario de lo que se venía haciendo hasta ese momento. Para eso había que transformar el cacaotal. Los malos hábitos impuestos por los acopiadores, que compran a bajo precio para especular, ha hecho reaccionar a pequeños productores que se han agrupado en cooperativas y cuidan que su cacao sea selecto.
Se ha empezado a oír hablar de variedades que marcan una diferencia por su rareza, como el chuncho de Perú, tan delicado y floral como complicado su cultivo, o la variedad porcelana de Venezuela. Como si fueran variedades de cepas de vino, cada uno tiene una personalidad particular, de ahí a llamarlos Crus, usando la terminología francesa para los grandes vinos de Burdeos.
El auge del comercio justo también ha hecho cambiar la relación con el mercado, así como las exigencias en el respeto con el medio ambiente, la selva, el bosque tropical, la fertilización natural o la cosecha selectiva, que aporta a la tableta otro carácter.
En muchas zonas de Perú, Ecuador o Bolivia, donde otras plantaciones extensivas como el caucho o la coca habían desplazado a los árboles del cacao, están volviendo a ponerse las producciones en mano de pueblos indígenas y, en muchos casos, con colaboraciones de chocolateros europeos y americanos así como productores con pequeñas parcelas.
Los escaparates de los artesanos chocolateros son las verdaderas joyerías de nuestro tiempo. Ya liberados de los sabores asociados al chocolate, como la vainilla o la canela, se despliegan con todo el esplendor los artistas del cacao, inventando sabores hasta ahora imposibles de imaginar.
Los más mediáticos realizan colecciones anuales, cuidando la presentación hasta niveles de alta costura. Los diversos tipos de cítricos (yuzu, bergamota, lima), junto a la fruta de la pasión o el sésamo negro, sobresalen entre los sabores que triunfan.
Sobre esas vitrinas, nuestra mirada pasa sobrevolando joyas dulces en forma cuadrada rellenas de las ganaches, unas creativas, otras punzantes y otras armoniosas, envueltas en una fina capa de cobertura de chocolate brillante o unos pralinés que crujen como sus nombres.
Si la industrialización trajo mayor consumo a menor coste, también produjo sabores planos. El trabajo creativo de chocolateros artesanales que buscan asociaciones de sabores nuevos y la riqueza que aportan los grandes Crus mejoran la oferta de los grandes. Así nuestros bolsillos podrán elegir sin que nuestro paladar sufra.
La delicadeza y el gusto por los bocados mini, tan característica de la cultura nipona, se deja sentir en la nueva exposición de bombones, más pequeños, y en la exigencia de llegar a ellos más lentamente, comiendo el bombón en dos tiempos para poder pensarlos. Esto es lo que recomienda Susumu Koyama, chocolatero japonés que abre caminos, en la presentación de su Colección 2019, en la que uno de los cuatro bombones que propuso estaba relleno con pimentón de la Vera (España) y frambuesa.
Otro japonés presente en el Salón de París fue Nozawana Wasabi, y su tableta Colección 2018: un chocolate negro con legumbres de Nozawana, wasabi y arroz hinchado. O la de sangría, hecha con vino tinto, un punto de ácido de naranja, de frambuesa y manzanas refrescantes. O los libritos de 'Takasu', que al abrirlos y tras pasar unas páginas, que explican el contenido que estás a punto de descubrir, aparecen cuatro creaciones tipo bombón.
La tableta no era desconocida por los aztecas. El misionero Thomas Gage recoge en su libro de viajes (Viajes por la Nueva España y Guatemala, de 1630) que "las indias guatemaltecas extendían la pasta de cacao sobre unas hojas de palmito y luego las dejaban endurecerse a la sombra". Será en Londres, en 1674, la primera vez que una tienda ofrece a sus clientes la forma sólida como "chocolate en pasta a la española". Las tabletas, tal como las conocemos –fáciles de trocear por su estructura en cuadrados–, nacen a partir de 1830 gracias a la aparición de nuevas máquinas de molido que harán posible obtener una fina textura.
Las tabletas de degustación están hechas artesanalmente con chocolates Gran Crus o de distintos orígenes, como los de 'La Feverie' o las de 'Petits Carreaux' de París, imitando trozos de baldosa, o como la de Alain Ducasse, de un kilo, que se vende en una caja con mazo para trocearla a golpes desde su nueva manufactura de la Bastilla.
O las tabletas de colección de Meybol, una peruana que consigue que sus tabletas, hechas con cacao de las regiones de Chuncho (Chuncho collection nº3) y con criollo de Piura en Perú, ganen premios internacionales de chocolate, como los Awards 2018 y 2019.
No podía faltar en este Salón mundial del chocolate y cacao de París 2019 Chantal du Chouchet y su colección de chocolateras, de uso cotidiano en palacios y conventos de la Nueva España. Las chocolateras eran unas jarritas con la panza redondeada, tres patas y asa de madera para no quemarse al servir el líquido que se espumaba batiendo con un molinete de madera y que se metía por el agujerito de la tapa. Se hicieron en barro, cerámica, porcelana, cobre, estaño y hasta plata. En el siglo XVII se puso de moda la mancerina, un platito con un soporte incluido pensado para meter la taza y evitar caídas y manchas, invento muy práctico atribuido al marqués de Mancera, virrey de la Nueva España.
El chocolate negro gana por goleada y supone ya un 55 % del consumo frente al 35 % del chocolate con leche y 10 % del blanco. Paradójicamente las estadísticas dicen que en 25 años el consumo de chocolate no ha aumentado, sino que se mantiene. De España se esperaría que fuera de los países más consumidores, ya que lo trajimos y lo empezamos a consumir con fruición en forma de bebida; pero estamos en 2 kilos persona y año, frente a los 7 kilos de Francia, los 9 y ½ de Alemania y Gran Bretaña o los 10-12 de Suiza. Cifras muy alejadas de China, que se perfila como mercado emergente, y donde el consumo es de apenas 200 gramos.
En el Salón del Chocolate, Hernán Cortés es una estrella. Los 500 años de su llegada, el 21 de abril de 1519, a las costas de Tabasco, al oeste del Yucatán, y del primer cargamento de habas de cacao que desembarcó en España en 1528, se ha reflejado en una gran escultura en chocolate de Fréderic Joseph, artesano chocolatero, representando su busto con casco y armadura. Un reconocimiento que tenía continuidad con los delicados trajes en chocolate inspirados en antiguas figuras de diosas indígenas o con corazones de Agatha Ruiz de la Prada, que, por las tardes, subían a la pasarela del Salón mundial del chocolate y cacao de París 2019.
Con el envío de Cortés a la España de Carlos V, se inició su gran expansión por otros continentes de la mano de holandeses, ingleses y franceses en sus respectivas colonias. Ahora existe un mundo de productores grandes y pequeños que se dan cita en el otoño de París. Desde Papúa Nueva Guinea, Java, Filipinas, Hawai, Costa de Marfil –mayor productor mundial–, seguido de Indonesia, Ghana, Uganda, Trinidad y Tobago, Ecuador, Bolivia, México, Venezuela, Portugal, Madagascar, Camerún, Japón… Con los que se puede hablar y contagiarse de su cacaomanía.
Las envolturas de las tabletas nos proporcionan ahora un torrente de información. Podemos encontrar, por un lado, la región u origen, país, ingenio o finca. El porcentaje de cacao (70 %, 82 %, 100 %), el de azúcar, de manteca de cacao, la variedad de la mazorca (criollo, trinitario o forastero), el nombre del chocolatero torrefactor o el del elaborador de la receta.
Tras los nombres y las cifras, existe un importante control de los procesos de fermentación, donde se desarrollan los aromas y sabores del chocolate que se quiere hacer. En los cajones de fermentación, el mucílago ácido hace evolucionar e hinchar el haba durante unos cinco o seis días, dependiendo de las variedades. El grano cambia de color y se reduce el amargor y la astringencia, pero tan malo es no llegar a la completa fermentación como pasarse.
De ahí, las habas son extendidas en secaderos al sol y al aire antes de tostarse, otro momento delicado en el que, como en el café, se pueden estropear, por exceso de calor, los mejores granos. Después se trituran las habas y se afina esta masa a base de pasar por molinos, que van refinando las partículas hasta obtener una pasta de cacao o licor. Entonces comienza la fabricación del chocolate propiamente dicho: mezclando distintas pastas provenientes de diferentes orígenes y ensamblarlas con azúcar y aromas. En Francia hay solo cinco artesanos fabricantes de chocolate a partir de las habas de cacao; los demás utilizan las coberturas que confeccionan proveedores industriales. Con ellas cada artesano chocolatero personalizará sus mezclas con recetas secretas.
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