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Ricardo Señorán abulta poco. O eso parece. Es flaco, casi emaciado, y resulta imposible no compararlo con un personaje de el Greco: ojos hundidos e intensos; nariz y pómulos huesudos, piel marmolada; perilla del Siglo de Oro con pelos largos… Hasta esa elegancia añeja que otorga el toque blanche, el gorro chistera con dobleces de experiencia que Ricardo porta con orgullo en la cocina y también en la sala, cuando comparece al final del servicio para preguntar a los clientes si les ha gustado el menú. “Para mí, llevar este gorro es una muestra de respeto por mi oficio”, dice siempre que le preguntan por un hábito ya en desuso.
Al contestar suena tan solemne como la primera impresión que provoca este chef extremeño incrustado en Asturias desde hace una década. Sin embargo, detrás del cuadro -o del gorro- aparece rápidamente la risa de un tipo afectuoso, entusiasta y satisfecho, que ha encontrado su lugar en el mundo. Quizá por esa razón en ‘Farragua’, donde mezcla cocina asturiana y extremeña, está todo tan rico. El punto de partida, sin embargo, es siempre sencillo. Véase el arranque de su último menú: Calabaza, o gazpacho a la antigua.
Ajo, pan y vinagre, eso llevaban los gazpachos de pobre. Ricardo añade calabaza, que seca, tritura y corona con un crujiente de morro de cerdo. El bocado regala un toque picante que contrasta el dulzor de la cucurbitácea. Y se disfruta por completo comiendo con las manos, usando el crujiente como cuchara. Si, además, intentas decir en voz alta cucurbitácea, te echas unas risas.
Ricardo nació en Plasencia el 2 de noviembre de 1985: “En un día lluvioso. Y sé perfectamente que era un día lluvioso porque esta historia me la cuenta mi tía Marga todos los años”, ríe. Cada pregunta sobre su biografía le conduce a las personas, los lugares y a las cosas que quiere, y no tanto a los hechos objeto de la pregunta.
De una forma u otra, el chef regresa constantemente a sus gentes, sea recordando su infancia “hecho un farragua” -expresión extremeña para referirse a los críos desaliñados y traviesos-, o sea recorriendo su formación profesional: Escuela de Hostelería de Plasencia, Gestión de Hostelería en Ávila, ‘Palacio de los Velada’, ‘Marqués de Riscal’ (2 Soles Guía Repsol), ‘DiverXO’ (3 Soles Guía Repsol), con David Muñoz, o 'LaSalgar', con Nacho y Esther Manzano. De todos destaca lo que aprendió, pero, sobre todo, cómo le trataron. Ricardo habla de él a través de otros. “El agradecimiento es la parte principal de un hombre de bien”, decía Francisco de Quevedo.
El agradecimiento es, en efecto, una actitud ante la vida y, por supuesto, ante la comida. Hasta lo más cotidiano y sencillo puede verse como extraordinario si te quitas de encima la presión de la importancia. En ‘Farragua’, por ejemplo, tratan las verduras con mimo. La Berenjena sedosa, humilde de presentación, permanece desde hace tiempo en sus menús porque siempre es aplaudida por la clientela a dos carrillos. Ahumada, con miel, con un fondo de carne y un kimchi de acompañamiento. Lujuriosa y llena de aromas, casi parece un ser vivo cuando la tragas.
La misma sencillez elegante aparece en el gazpachuelo, un guiso tradicional malagueño adaptado al Cantábrico con merluza a baja temperatura, llámpares y un fondo donde han intervenido congrio y otros peces sabrosos. Un plato fino, que no quieres que se acabe, mullido e intenso como una ola tranquila.
Esa querencia a resucitar recuerdos y paisajes aparece siempre que Ricardo se mete en harina: sus platos, su bodega e incluso el lenguaje que manejan tanto él como su equipo mezclan lo asturiano y lo extremeño; pero no como adorno, sino como un mapa propio.
‘Farragua’ recupera palabras, recetas y hasta viejos hábitos sociales asociados a ellas, que el chef explica con la naturalidad de alguien de campo, sin discursos aprendidos, buscando la complicidad del comensal, alejado del postureo rampante entre tantos de sus colegas que se sienten obligados a simularse intelectuales con mandil. Normal que se le dé tan bien guisar la casquería o utilizar vísceras, tendones y menudencias para sustanciar salsas o para multiplicar sabores. La cocina le sale de dentro.
Ricardo se ha convertido en cocinero marino en Asturias, pero trae en las alforjas la cocina de interior. Así que raro es el menú donde no coloca un escabeche, aunque a menudo sin vinagre, para suavizarlo. Este escabeche de cítricos, dulce y picante, fragante, sustancia a unos mejillones formidables simplemente abiertos, tan naranjas como la salsa que los completa.
El salmón napado de caldo de morros y jamón añade a otra de las identidades del restaurante: las recetas de mar y monte. En el caso de ‘Farragua’, el río y el mar se mezclan con las carnes de caza o de granja con una naturalidad pasmosa, sin que apenas te enteres de qué ingrediente tenía aletas o patas. Este salmón es una prueba deliciosa, napado con un jugo de morros, huesos de jamón y manos de cerdo, ligado con la melosidad de la grasa y acompañado de una crema de apionabo y chirivía. El napado parece una segunda piel y cada tenedorazo se deshace en la boca.
El restaurante, abierto en 2018, se parece a su chef más allá de la comida: decorado en negro y blanco, pequeño pero amplio, recoleto en pleno centro de Gijón, mucho más sofisticado de lo que su exterior anuncia. A pesar del comedor abierto, el ambiente invita a la intimidad nada más bajar los escalones de acceso: las mesas son discretas y la vajilla, artesana, con distintos materiales y de un tamaño más reducido al habitual. Piezas pequeñas y coquetas, que no enmarcan las recetas para la foto de Instagram, sino que las sitúan en un lugar, probablemente en uno de esos lugares por donde Ricardo ha pasado a lo largo de su vida.
La sopa negra llega en una de esas piezas singulares. Esta antigua receta espartana, que mezclaba sangre y trozos de cerdo, se convierte en una presa ibérica sobre una salsa de morcilla de Navaconcejo -un pueblo al lado de Plasencia-, junto a un pan ácimo que, como el cuenco donde reposa todo, rememora la austeridad de los antiguos guerreros.
Cada porción de los platos contiene colores, texturas y olores que no aprecias del primer plumazo. Tiene que intervenir la cuchara o el tenedor para que el talento del chef se despliegue por completo, para que te cuente qué le gusta comer y qué técnicas y combinaciones ha pensado para complacerte.
La base de la raya cardenal, por ejemplo, es una picada de alcaparras y aceitunas verdes. Súmale una salsa de cangrejo de río y de mar, ligada posteriormente con tendones. Y coloca encima la raya, a baja temperatura, salteada con mantequilla y completada con el jugo de los cangrejos y trufa recién rallada. Brutal.
Con la molleja de corazón de ternera no hacen falta muchas vueltas: una molleja excepcionalmente braseada a la parrilla. Delicia. Y, para cerrar, el sorbete de coco con láminas de fresa y piel de leche, que además de los ingredientes que porta su nombre, añade un jugo de frutos rojos ligeramente acidulado. El resultado: una versión superior de las fresas con nata, golosa y fina.
Ricardo Señorán, en apariencia, abulta poco. Como su restaurante. Como sus platos. Pero basta comer una vez en ‘Farragua’ para saber que el tamaño de la emoción se calibra siempre adentro. En su caso, además, permanece durante mucho, mucho tiempo.
‘FARRAGUA’ - Contracay, 3. Gijón, Asturias. Tel. 984 19 79 04.