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Su forma de “U” que se pliega hacia el mar, escondiendo sus orillas al resto de la costa, es un anuncio de la intimidad que promete. A la cala de Estellencs no se viene a buscar un hueco donde pinchar la sombrilla, entre otras cosas porque su suelo es de grava, sino a olvidarse del mundo, a sentirse el único, o uno de los únicos, pobladores de Mallorca. El que se sumerge en sus aguas por primera vez.
Aunque esta playa es de sobra conocida entre los mallorquines, no es un lugar que te topes de frente paseando por el pueblo: la cala de Estellencs hay que buscarla adrede, lo que hace de ella un reducto exclusivo para bañistas avispados y algunos pescadores que fondean sus embarcaciones. Los reclamos que les atraen allí son tan poderosos como cantos de sirena: un paisaje virgen, con los acantilados de arcilla roja enmarcando nuestro baño, escoltados por algún que otro velero, y la vigilante presencia del cercano Puig de Galatzó y sus más de mil metros de altura. Y a nuestros pies, extendiéndose Mediterráneo adentro, unas aguas transparentes que el rocoso fondo marino se encarga de teñir de turquesa.