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El Ebro divaga a su paso por la provincia de Zaragoza. En semejante llanura crece su cauce mientras crea aquí y allá alguna isla o se dedica a trazar curvas y requiebros a su capricho. Parece un gigante líquido dormido, pero de vez en cuando se despierta y, cuando lo hace, llega con furia. Las riadas y avenidas son frecuentes, casi siempre soportables, aunque cada cierto tiempo ataca huertas y poblaciones con crecidas extraordinarias. Así ocurrió en 1961.
Aquel año se desbordó en el entorno de Zaragoza dejando muchos daños a su paso. Fue una riada descomunal de la que se hicieron eco los medios internacionales. Un acontecimiento trágico, pero que también guardaba una sorpresa al norte de la ciudad, junto al barrio rural de Juslibol. Ahí, el Ebro cambió su recorrido y originó el actual Galacho de Juslibol, un espacio protegido e incluido en la Red Natura 2000.
Los ríos son escultores incansables del paisaje. Desde tiempo remoto, el Ebro antes de llegar a Juslibol formaba un enorme meandro que se aproximaba a los escarpes de yeso y estepa que flanquean la ribera norte del Ebro. Tan pronunciada era la curva que la agresividad de la corriente llegaba a golpear la base de este frágil roquedo, de manera que solía provocar derrumbes cambiando así el aspecto de su orilla.
No solo eso. Además, el meandro era tan amplio y la llanura tan evidente que poco a poco se formó un isla en el corazón de la curva. Un islote, llamada mejana, a donde iban a parar los sedimentos empujados por la corriente. De manera que a finales de 1960 el paraje tenía una estampa bien distinta al actual. Pero en los primeros días de enero del 61 todo aquello cambió radicalmente tras la gran riada del Ebro en el siglo XX.
El nivel de las aguas subió tanto que tardó unos cuantos días en bajar lo suficiente para comprobar que el Ebro había decidido atajar su camino hacia el Pilar de Zaragoza. Se había olvidado la curva de Juslibol. El cauce trazó una recta y abandonó uno de sus meandros. Todavía sigue así. El río pasa a unos cientos de metros de por donde discurría antaño. Aunque sus aguas siguen nutriendo por vía subterránea al galacho.
También el nivel freático abastece a las distintas lagunas que hay junto al Galacho de Juslibol. En este caso no son creación de la naturaleza, sino de las excavadoras que hace décadas aprovecharon para extraer los áridos que acumulaba la antigua mejana. Unas prácticas que ya se acabaron y que permitieron que los ciclos naturales transformaran este paisaje en la maravilla que es hoy.
Mucho antes de llegar, los visitantes descubren a la planta más emblemática del lugar: el carrizo. El carrizal crece en los fondos del galacho y emerge de sus aguas para convertirse en refugio protector para la fauna. Además, su capacidad de anclar el terreno favorece el desarrollo de muchas otras especies en las orillas hasta crear una auténtica selva en forma de soto de ribera.
Y, ¿por qué pueden descubrir los visitantes todo esto antes de entrar al galacho? Porque el único vehículo motorizado que accede al espacio protegido es el trenecito El Carrizal. Este transporte se toma en el barrio del ACTUR para unir en apenas 20 minutos el asfalto de la ciudad con el oasis verde del Galacho de Juslibol. Es la forma más cómoda de ir y sin duda la más atractiva para los pequeños.
No obstante hay otros modos. Es posible tomar el autobús urbano 43 que se acerca hasta la plaza de Juslibol. Desde ahí queda un paseo de media hora hasta el espacio natural. También se puede salvar este camino yendo en bici. Hasta alguno lo hace a caballo. Y para los que quieran ir en coche, deben saber que deberán aparcarlo en una explanada habilitada a la salida de Juslibol y hacer el último tramo a pie.
De hecho esta última opción es muy apreciada por familias y grupos de amigos que deciden pasar el día comiendo de picnic en las áreas preparadas dentro del recinto protegido. Un espacio donde hay baños, mesas, zonas de sombra y también zonas de juegos para los peques de la casa.
El tren Carrizal tiene su llegada junto al Centro de Visitantes. Es la mejor antesala antes de seguir caminando. Los paneles explicativos, las maquetas, ilustraciones y recreaciones muestran toda la riqueza vegetal y animal que oculta este sitio. Es muy interesante detenerse ante toda esa información. No sólo por aprender curiosidades como la posibilidad de descubrir la presencia de animales por sus excrementos, también porque se dan las nociones básicas para disfrutar mucho más de la visita al propio galacho.
Si bien, los más perezosos con la lectura están de enhorabuena. El Galacho de Juslibol es un referente de la educación ambiental y en los días de máxima afluencia no faltan voluntarios encantados de mostrar los mil y un secretos de este paraje. E incluso se celebran jornadas especiales centradas en las aves migratorias que encuentran aquí refugio en sus largos viajes o en la transformación que llega con cada cambio de estación.
Y quién lo desee puede hacer paseos guiados con estos educadores ambientales o pasar un buen rato junto al centro de visitantes realizando talleres interactivos. Algo que les encanta a los peques que descubren desde cómo guiarse en el bosque hasta cómo hacer yeso con las piedras del vecino escarpe.
Desde el Centro de Visitantes se llega en apenas unos minutos al puente que salva las aguas del propio galacho, o sea al meandro abandonado por el Ebro. Todo está señalizado y la calidad de los caminos hace que la visita sea perfecta para familias. Incluso para personas con problemas con movilidad, quiénes por cierto también pueden subir a El Carrizal al estar equipado para ellos.
Una vez en el puente se aprecia la espesa masa de carrizal y el soto que ha crecido salvaje en las últimas décadas. El sentido de la vista goza con la panorámica, pero sabiendo el origen del lugar, no está de más mirar con la imaginación y pensar que este sitio era cauce del Ebro. ¡Toda esta belleza es fruto de su fuerza más devastadora!
Con los ojos y con la imaginación se goza, pero también con el oído. Al principio no nos damos cuenta de todo lo que suena y resuena en el ambiente. Pero en algún momento se escucha un trino o algún graznido. Entonces se pone toda la atención en el oído. Esa es una de las sorpresas más fascinantes de la visita. Aquí va un consejo: cruzad el puente y seguid por el camino que bordea las distintas lagunas hasta hallar un banco donde sentarse para ver y escuchar el paisaje.
Suenan los ruiseñores y los cucos, se escuchan los amerizajes de los ánades en pareja y los zumbidos de las abejas libando de flor en flor. Con suerte se ve el colorido del carbonero común, el negro de los mirlos o el cernerse de un cernícalo. La vista y el oído disfrutan de lo lindo. Ah, y que nadie se olvide de abrir bien las aletas de la nariz para empaparse con los aromas del entorno. ¿Cuánto rato se puede estar así? Cuánto se desee.
Aunque cueste, en algún momento hay que levantarse del banco. Sobre todo yendo con niños que requieren más aventuras. Aquí no les faltarán. Por ejemplo, adentrándose por alguna de las sendas que se sumergen en el soto. Unos caminos estrechos y completamente rodeados por una espesura casi selvática. Especialmente en los meses de primavera.
Y al salir de bosque cerrado, se vuelve a ver al fondo el escarpe yesoso que parece proteger las espaldas del galacho. El reto es subir hasta ahí arriba. Para eso basta con deshacer el camino y de nuevo llegar hasta el centro de visitantes. Una nueva señal marca el itinerario. No hay pérdida, pero sí muchos escalones. En concreto 185 escalones tallados en el borde del escarpe hasta llegar a su parte más alta.
Merece la pena el esfuerzo. Al llegar ahí arriba, el ambiente más estepario es completamente distinto al sentido junto al frescor del agua. Los tonos ocres dominan mientras que ante los ojos queda la masa verde espesa y acuática por la que se ha caminado hace unos instantes. Un poco más allá se intuye la línea verde del Ebro, el causante de todo esto.
Aunque no acaban aquí las vistas. Un poquito más al fondo, salvadas las huertas, se distingue el núcleo urbano de Zaragoza. Se aprecia su masa de edificios, muchos de ellos identificables sin problema, al igual que se intuye el calor de sus calles, sus ruidos, el tranvía, los semáforos, algún que otro atasco y las prisas. Todo eso queda aquí al lado y al mismo tiempo tremendamente lejano.
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