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Si has conocido a cocineros de primera línea, sabrás que lo que más los distingue es la tenacidad, que no hay quien haya salido para adelante solo por su cara bonita o creatividad particular. El cocinero que no es tenaz, mejor que se dedique a vender churros en las ferias. O churras y merinas, lo que prefiera.
Por cierto, en la ciencia de los materiales, la tenacidad es la resistencia que opone un mineral u otro material a ser roto, molido, doblado, desgarrado o suprimido. En el caso de los cocineros, viene a ser prácticamente lo mismo: sinónimo de consistencia. Es lo que uno aprende si anda en compañía de Juan Mari Arzak y Ferran Adriá, por ejemplo. A primera vista se ve que ha sido la tenacidad lo que principalmente los ha llevado a donde han llegado, que la creatividad sin fe, sacrificio y obsesión no les hubiera servido para nada.
La tenacidad, en general, acostumbra a ir acompañada por la vehemencia que ofrece la pasión, tal y como lo pudimos comprobar cuando grabábamos hace unos años el documental Arzak: el mundo es una casa. En un momento del reportaje Arzak y Adriá comparten pintxos en un bar donostiarra y se enzarzan en una discusión cuasi surrealista sobre cuál es la mejor de las anchoa. Al tiempo que Arzak afirma que la recién capturada y más fresca posible es la óptima, Adriá asegura que el paso de un día o dos carece de importancia. Hablan con vehemencia, como si en ello les fuera la vida.
Sin embargo, estoy convencido de que, en el fondo, no hablan de la anchoa sino de algo mucho más complicado como la visión de la cocina que tiene cada uno de ellos. Por decirlo brevemente, de alguna manera se enfrentan la cocina mediterránea y la cocina cantábrica, o, mejor aún, la donostiarra. Mientras Adriá defiende la potencia y el sabor, Arzak pelea por la textura y lo tenue que por estos pagos tanto nos gusta. Dos modos de entender la cosa que cada cual defiende con vehemencia.
Y ya que hablamos de ello, recuerdo al segundo de los Adriá, a Albert, discutiendo conmigo con ocasión de una edición de Diálogos de cocina. Andoni Luis Aduriz y su equipo preparaban una cena de bienvenida en una sociedad gastronómica de Hondarribia, donde una merluza en salsa verde era la estrella de la cena, plato de textura y tenue donde los haya. Salió el tema del guisante de lágrima en aquella noche que Albert no tuvo pelos en la lengua. En su opinión, nosotros exagerábamos alabando un producto recogido antes de que desarrollase toda su capacidad gustativa. Albert decía que no aprovechábamos la capacidad expresiva de esta leguminosa, que él prefería dejar a los guisantes madurar con todos sus azúcares antes de realzarlos en la cocina.
En el fondo, trataba de la misma discusión de siempre entre sutilidad y rotundidad, como si debiendo optar por una de ellas perdiéramos la posibilidad de la otra.
Pero sigamos con el guisante de lágrima, ese lujo verde que se las trae, tal y como nos lo cuenta Jaime Burgaña, el principal productor del guisante de lágrima de costa en Getaria, un personaje que sin ser necesidad de ser cocinero, iguala, sino supera, a los antedichos en cuestión de tenacidad y vehemencia.
Cuenta Burgaña que guarda semillas de guisantes de hace más de 120 años y que la horticultura la aprendió de su abuelo, el mismo que cultivaba guisantes para la veraneante más famosa de Getaria, la reina Fabiola de Bélgica.También surtía a otras familias aristocráticas y acaudaladas que frecuentaban la costa guipuzcoana desde tiempos de la Belle Époque. Por aquel entonces la clase pudiente madrileña y europea, acostumbraba a veranear en la costa cantábrica, en Biarritz, en San Sebastián, en Zarautz… y en Getaria. Venían con su séquito de sirvientes, damas de compañía, mayordomos, chóferes, cocineros y cocineras.
Cuenta Burgaña, que fue aquella gente privilegiada la que abrió los ojos a cocineros como Shishito y más tarde a Nicolasa Pradera y otros, dando nacimiento a una manera muy donostiarra de entender los asuntos de la mesa. El plato más famoso que de aquellos tiempos queda es un invento del gran Shishito para paliar la falta de langosta: el txangurro a la donostiarra.
Así pues, el abuelo de Burgaña vendía guisantes de lágrima que no podía servir en su propia mesa a gente como Fabiola. Ahora su nieto Jaime hace lo mismo con gente acaudalada que envía sus coches particulares desde Madrid, París o Barcelona para comprar el diminuto guisante de lágrima, que ni siquiera es redondo del todo y cuesta, en el mejor de los casos trescientos euros el kilo. Sí, digo bien, trescientos del ala por kilo, un precio que solo es posible porque los grandes cocineros aseguran su compra.
El guisante de lágrima invade las grandes mesas de la Península Ibérica, aunque Burgaña duda que sea oro todo lo que reluce. Aconseja que desconfiemos si lo vemos en un menú de cincuenta euros, que sólo en mesas caras y de renombre es posible encontrar el auténtico, con su calibre y origen precisos, pues de cada kilo de guisantes en vaina sólo salen 60 gramos a precio de caviar. Para él la semilla ha de estar adaptada a través de los años a este clima templado y húmedo que recibe la sal de la brisa cantábrica. Por eso él bautiza su guisante como lágrima de costa, un rizar el rizo de la delicadeza que vuelve loco a cuanto japonés gourmet se acerca a sus huertas.
Recuerdo con placer aquellas primeras esferas de guisantes que Ferrán Adriá conseguía con nitrógeno en tiempos de El Bulli, pero esta es harina de otro costal. Lejos de toda elaboración sofisticada, la lágrima se puede comer incluso cruda. Es un guisante pequeño que explota en la boca con todo su sabor y que da lo mejor de sí justo con templarlo un poco en una sartén o como prefieras, aunque el colmo celestial sería servirlo en una copa de dry Martini, con una galleta de cebolla, y una yema de huevo campero por encima.
En la actualidad Burgaña tiene de antemano vendida toda su cosecha, que representa un cuarto del negocio de las verduras, flores comestibles y hortalizas que produce a lo largo del año también en su mayoría para la alta cocina. Pero esto no siempre ha sido así. Hubo tiempos en que este guisante estuvo a punto de desaparecer y fue él quien lo recuperó y llevó hasta la fama. Doy fe de ello, pues son ya demasiados años que conozco a este pájaro apasionado, defensor de sus guisantes a ultranza.
Cuando lo hemos visitado hace unos días, se aproximaba ya el final de la cosecha, que dura desde marzo a finales de mayo, de ahí que algunas de las plantas hayan perdido ya su esplendoroso verde y sus delicadas flores blancas. Apenas si le quedaban guisantes para enseñar y regalar. Nos muestra un único bote de 50 gramos, que cuesta veinte euros para el común de los mortales y guarda como pepitas de oro para un afamado cocinero.
Quizás se trate de alguno de los habituales como Juan Mari Arzak, Pedro Subijana, Eneko Atxa, Joan Roca, Dani García, o cualquier otro. O será, quizás, el pequeño de los Adriá, Albert, quien, según me cuenta un pajarito, ha empezado a tirar este año del guisante de lágrima. La próxima vez que me lo encuentre, ya le daré yo azúcar.
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